Agosto, mes de las infancias, nos invita a volver la mirada hacia quienes habitan el presente con la fuerza de su curiosidad, su creatividad y su necesidad profunda de ser amados y cuidados. No es un tiempo para regalos efímeros, sino para renovar un compromiso que nos atraviesa todo el año: garantizar que cada niño y niña crezca en un entorno donde el cuidado y la ternura sean pilares de su desarrollo.
Liliana Maltz nos recuerda que educar implica sostener, proteger y habilitar espacios para que las infancias se reconozcan como sujetos de derechos, y no como objetos de intervención. Este cuidado no es meramente una función material: es una actitud ética y afectiva que se expresa en la mirada, en la palabra, en la escucha atenta.
Patricia Redondo, por su parte, nos convoca a pensar en la ternura como acto político y pedagógico. Acompañar a las infancias con amor no es un gesto romántico, sino una decisión consciente de situarnos en la empatía, reconociendo la singularidad de cada niño y niña, y asumiendo que nuestro modo de vincularnos deja huellas que permanecerán toda la vida.
En este mes, el desafío para los adultos —familias, educadores, comunidad— es reconocer que cuidar es más que proteger: es habilitar experiencias que nutran la confianza, que fortalezcan la autoestima y que permitan soñar futuros posibles. La ternura, lejos de ser debilidad, es la fuerza que humaniza las relaciones, que abre caminos de justicia y equidad desde los primeros años.
Celebrar las infancias es, entonces, un acto de responsabilidad colectiva: no se trata solo de festejar, sino de garantizar que cada niño y niña pueda vivir una niñez plena, respetada y acompañada con amor, ternura y compromiso ético.